Hay un libro, no es una obra maestra, no es la 8va de las siete maravillas. No es algo extraordinario. Simplemente me produjo fascinación. Supongo que la identificación jugó su tremebundo papel.
Me encantan su estilo de escritura, su temática, sus personajes, lo que me produjo y me dispara cada vez que lo leo.
Lo compró mi mamá, lo puso en su biblioteca, que entonces era nuestra porque vivíamos juntas. Un día lo agarré. No lo solté más. De hecho, se lo robé, se fue conmigo a la casa que compartí con mi novio y se vino conmigo a esta casa, cuando me separé.
Es un libro que regalé, que presté, que reclamé como nunca hice con otros - nunca tanta insistencia en que me fuera devuelto-.
Está todo escrito con lápiz negro. En los márgenes, historias mías, subrayados enfáticos por las ocurrencias, marcas para recordar pasajes, blá.
Vive en mi mesa de luz, la de la izquierda.
Cuestión que un día, hace unos cuantos, leia lamujerdemivida, revista que a veces está buena, otras no tanto. Leia, y leyendo encontré una nota de la autora de mi libro y un teléfono con la invitación a hacer con ella un taller literario. Nunca había hecho algo parecido, sí lo había pensado pero... pero.
Me animé a procurarme a esta Flor de Interlocutora. Llamé. Hablamos. Nos citamos. En su casa y con los comensales de su grupo de narrativa que ya venían trabajando juntos desde hacía un rato.
Entonces, emociones desbordantes: iba a conocer a mi escritora, iba a ir a su casa (mironear, husmear, llevarme en los ojos todo lo que pudiera de esta mujer que me había generado tantas cosas), iba a escucharla hablar, me daría a conocer. Fa: susto, alegría, ganas, todo junto y yuxtapuesto.
Fui.
La casa, en Monserrat, hermosa: pisos en damero, carpinterías de roble altísimas, banderolas, bibliotecas gigantescas abarrotadas, marido de esos que yo quisiera para mi, lámparas de pie por todos lados. Ella en enterito carpintero, petisita, sonriente, madura.
Me presenté, se presentaron. Yo era una adrenalina. Algunos leyeron, otros criticaron, ella más bien callada. Hasta que habló.
Dios me libre. Casi me muero de la angustia. Justo ese día decidió referirse a mi libro, a mi Irene, a mi Alfredo, a mi Cecilia, a mi Guirnalda. Casi me muero. Resulta que la señora empezó a explicar los personajes. A explicarlos diciendo cómo eran, de dónde venían y, lo juro, lo que ella había querido expresar con su libro y con ellos. Casi me muero. No la excusaba en lo más mínimo que estuviera hablando de la estructura de una novela. Porque se fue de mambo mal mal remal. Ella venía a explicar el sentido último del libro.
Casi me muero. Pero elegí querer matarla.
Me fui, desbordada, chapoteando en ese engrudo de sensaciones.
Con el tiempo me pude ordenar un poco.
Quedé desilusionada con esa tipa de carne y hueso, y feliz con mi libro que no tenía nada, pero nada que ver con aquello de lo que esa señora hablaba.